De pronto sucede algo para lo que no estábamos preparados, algo con lo que nadie contaba. Miedo, nervios, dolor, incertidumbre. No saber qué hacer. Aunque ocurra en la otra punta del mundo, nos pasa factura a todos. La catástrofe.
Esta vez, un terremoto en Japón. Aún no se pueden cuantificar las víctimas, ni los daños materiales. Solo importan las consecuencias económicas, ya se baraja aquello que parece interesar. Que la tragedia ha sucedido en el peor momento, que el país atraviesa una gran recesión, que las grandes empresas del país se van a estancar y que salir de la crisis se va a convertir en una cuesta arriba.
Párate a pensar. ¿Tiene que ocurrir algo de este tipo para que nos demos cuenta de que estamos aquí de prestado? No somos los dueños de nada, no estamos a merced de un dios, ni de una secta religiosa, ni de esos políticos que pueden desencadenar una guerra cuando les plazca, ni tan siquiera de nosotros mismos. Es algo mucho más sencillo. Dependemos del lugar en el que vivimos, del planeta azul, de la madre Tierra. Paradójicamente, con ella no hacemos más que jugar y destrozar, usar y tirar, manchar y ensuciar. Hasta que ella se canse, porque nosotros no parecemos hacerlo.
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